El ser humano, a diferencia de los animales, no se mueve impulsado sólo por su instinto. Es libre y posee, por tanto, capacidad de elección. Estas elecciones van configurando la realidad que le rodea y, en consecuencia, su percepción de la misma. Por eso, ante un mismo acontecimiento, los puntos de vista pueden ser muy diversos. Porque también es variado el filtro a través del cual cada hombre accede a él. Prácticamente todo cuanto nos rodea es relativo, limitado y, por tanto, opinable.

Las principales potencias que impulsan toda acción humana son el entendimiento y la voluntad, es decir, la cabeza y el corazón. Es la totalidad de la persona la que actúa. Con la inteligencia, ayudada por los sentidos, el hombre accede al conocimiento de lo que le circunda. Lo aprehende, lo interioriza, lo conceptualiza, lo relaciona. E incluso se forma una opinión sobre ello. En estas opiniones que nos formamos no actúa sólo el cerebro. También el corazón. Porque eso que me rodea provoca en mí atracción o rechazo, según el juicio que me haya formado de ello.

Los hombres somos sociales por naturaleza. No vivimos solos, sino acompañados, en continua interacción con otras personas. Mi realidad es una realidad compartida, comunicada. Precisamente ahí radica su riqueza. Pues mi visión, mi percepción, mi juicio, se alimentan al ponerlos en diálogo con la visión, la percepción y el juicio de los otros.

Aquí entra en juego la argumentación. Argumentar significa sacar en claro, probar, alegar, discutir. Un argumento, según la RAE, es un razonamiento que se emplea para probar o demostrar una proposición, o bien para convencer a alguien de aquello que se afirma o se niega. Argumento deriva del término latino «arguare», que significa dejar claro. «Arguare», a su vez, procede del término indoeuropeo «arg», que quiere decir brillar. El arte de argumentar es patrimonio de mentes brillantes.

La argumentación sigue un discurso lógico. Se basa, pues, en razonamientos. A su vez, busca convencer, persuadir. Apela, por tanto, a los sentimientos. Los argumentos tiene su origen en la realidad: ante un hecho, objeto o situación percibidos, el ser humano se forma una opinión. Una opinión que sienta como cierta, verdadera, lógica. Y trata, pues, de hacerla prevalecer sobre las otras.

Existen argumentos de distintas clases: demostrativos, refutativos, deductivos e inductivos. También son abundantes las falacias discursivas. En ese caso, se produce una brecha entre opinión y realidad. Las falacias son un salto en el vacío. En muchas ocasiones, empleamos la argumentación para reforzar nuestros propios juicios, e incluso nuestros prejuicios. Pero son también un reflejo de la riqueza humana.